Maitena Monroy
Profesora de autodefensa feminista

Lo inevitable

Los gobiernos europeos se lanzan a un rearme que nos venden como urgente e inevitable. Ahora que vivimos entre eufemismos, retórica vacía y términos que ni siquiera sabemos qué significan, pero que con demasiada frecuencia asumimos y utilizamos porque nos parecen modernos, es interesante analizar qué se esconde tras estas palabras de manejo tan cotidiano. Todo el mundo sabe qué significa una urgencia, esto es, algo requiere de una atención inmediata por el riesgo que supondría no atender esa necesidad, ya que las consecuencias de no actuar nos condenarían a un desastre sin precedentes, en este caso, apocalíptico, al menos para la población europea. Que algo pueda suceder propaga más terror que la propia realidad. Y eso es lo que hacen cuando hablan de rearme urgente, crear el necesario clima de opinión, intensificando la imagen del enemigo aislado que, por mucho que señalen a Putin, tratan de desviar la mirada de los intereses económicos, políticos y sociales de los señores de la guerra. Pero resulta muy beneficioso traducir y desviar el miedo a un enemigo singular, para que así no pongamos el foco en el cambio climático, la violencia patriarcal, el racismo y la pobreza, que deberían conmovernos más, entre otras razones, porque cualquiera de esas variables nos puede alcanzar e impactar, razonablemente, con mayor facilidad a todas las personas que estén compartiendo este artículo, que la futura guerra. Además, sabemos que todas esas variables van a aumentar exponencialmente de la mano del rearme, sin necesidad de que haya ningún ataque exterior. Porque lo que está sobre la mesa no es la guerra, sino una manera de entender la vida, los derechos y su defensa. La urgencia que nos venden, en la práctica, se traduce en que quieren un extra de nuestra vida, porque no está en juego simplemente una cuestión económica, sino de valores democráticos. Pues bien, todo ello lo pretenden llevar a cabo sin ningún debate social ni político. Se implanta en nuestras cabezas la sensación de una necesidad imperiosa a la que hay que dar respuesta sin pensar. Nos plantean educarnos para la emergencia polivalente con un kit para tres días, que nos permita subsistir sin ayuda externa. Dan ganas de reír o echarse a llorar, a partes iguales, pero es mucho peor porque es un acto de manipulación con el que nos quieren colar dos ideas: la del riesgo inminente y, a la par, el hacernos sentir que jugamos un papel activo sobre nuestra seguridad. Y así resultaría más fácil que digiriéramos las inmediatas decisiones de la industria bélica. Todos estábamos de acuerdo. Sin embargo, nos van a conducir a un mayor peligro para la vida en todo el planeta.

La otra gran palabra con las que nos conminan es lo inevitable de dicha actuación. ¿Qué significa inevitable? Algo que independientemente de lo que hagamos, va a ocurrir. Nos ubican siempre entre la dicotomía de la paz o la guerra, resignificando, a conveniencia, el derecho a la legítima defensa, como ha sucedido con Israel y, con ello, se ha aceptado globalmente el genocidio palestino. Quizás la raíz del problema no es el derecho a la legítima defensa, sino la propia existencia de la violencia selectiva. Se nos vende la inevitabilidad del abuso y la violencia entre los seres humanos, de los hombres contra las mujeres, apelando a rasgos de animalidad, irracionalidad, psicopatía o que las cosas van a ser siempre así. Se nos introduce el sustrato que va a impregnar nuestras creencias sobre a qué y a quién tenerle miedo, imagen que no se corresponde con cómo se produce y reproduce, cotidianamente, la violencia. Todo ello tiene otra derivada, que es el hecho de que interioricemos que exigir justicia es una idiotez, porque lo que va a suceder es inevitable o forma parte de nuestra esencia humana. Una esencia humana que es, indefectiblemente, injusta frente a la vulneración de derechos. Sembrar la desconfianza en lo institucional, aunque tengamos sobrados motivos, es parte del juego del «sálvese quien pueda» que provoca la desafección de lo colectivo y la desesperanza. No estar sujetos al monitoreo y la participación de la sociedad civil facilita el asentamiento de los modelos autoritarios. La falta de estructuras garantiza la tiranía (Freeman), pero unas estructuras sin control social generan un poder absolutista.

Además, Sánchez sostiene que el rearme no va a tener efectos en las políticas públicas que promueven la justicia social. Es un oxímoron. Si constantemente asistimos al debate sobre la gestión del dinero público es porque los presupuestos son limitados. La pregunta es obvia: ¿de dónde va a salir el dinero para incrementar este rearme? La experiencia dice que nunca hay recursos para todo y las elecciones que se hacen no suelen ser favorables a los derechos de la ciudadanía. Por ejemplo, en Estados Unidos, Trump ha suspendido las ayudas a la ya exigua educación y va desmantelando, a golpe de decreto, los servicios públicos. Sin educación, es mucho más fácil filtrar la ficción cultural de la otredad frente a la realidad material de la inevitable interdependencia humana.

La Unión Europea no es EEUU, pero corremos el riesgo de parecernos cada vez más, y eso sí que debería darnos miedo. Si el espejo en el que se quieren ver nuestros gobernantes es Trump, desde esa ambición necesaria de Europa a la que nos impelía la presidenta de la Comisión Europea, U. von der Leyen, estaremos abocadas a la pérdida de cualquier resquicio de aquello por lo que se crearon las estructuras supranacionales tras un siglo de guerras.

Nuestra ambición debería emprender el camino opuesto. Situarnos lo más lejos posible de una administración y un gobierno que adelgaza las estructuras democráticas a pasos agigantados y que promueve, sin necesidad de un arma, la desigualdad. Esto sí que debería asustarnos y hacernos actuar con urgencia, desmontando la creencia de lo inevitable del rearme, porque no actuar, en este momento, nos puede conducir inevitablemente a sufrir las consecuencias de la inacción colectiva frente a lo inhumano de la guerra, la de los misiles, en tantos lugares del planeta, y la silenciosa de la desigualdad que nos sitúa al borde del desastre mundial.

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